Naufragio en Tsu
El Perú en 1983 despertaba –entre otras cosas– a la brutal realidad del terrorismo. El presidente Belaúnde había enviado a los sinchis a Ayacucho en Diciembre del 82 y las primeras planas de los diarios mostraban las últimas fotografías de los periodistas masacrados en el remoto Uchuraccay. Con el verano había llegado el Fenómeno del Niño y algunos juraban haber escuchado truenos detrás de los cerros de La Molina y Surco, una noche de inusual lluvia en la capital.
Para los más jóvenes estos acontecimientos servían sólo como escenografía de lo que realmente nos concernía:
Todo aquel que creció en esa década podrá recordar con poca dificultad esos hechos. Lo que tal vez muchos hayan olvidado es que también en 1983, tres peruanos tuvieron la oportunidad –por primera y última vez– de pelear por un título mundial de boxeo. Luis Ibáñez en Japón, Orlando Romero “Romerito” en el legendario Madison Square Garden de Nueva York y Oscar Rivadeneyra en Vancouver, Canadá, subieron al cuadrilátero a cantar el “Somos libres” y a buscarse un lugar entre los nombres laureados que adornan el Estadio Nacional de Lima.
Poco o nada se sabía tampoco del rival de Ibañez, el campeón japonés Jiro Watanabe. La única foto que habíamos visto de él había sido publicada en Ovación en la que el nipón posaba con el agua hasta la cintura en una piscina y con los puños en guardia, en típica pose de boxeador. Se decía que era zurdo, pegador, que nunca había peleado fuera de Japón y que había propinado un brutal nocaut al ex campeón mundial argentino Gustavo Ballas. Y la mirada agresiva de Watanabe en su única fotografía disponible en el Perú revelaba que tenía preparado un desenlace similar para el encuentro con nuestro compatriota.
Además de eso, muchos pudimos distinguir que el campeón mundial lucía una abundante cabellera rizada, una verdadera novedad para los que habían imaginado a Watanabe como un japonés promedio –entendiendose por eso a cualquier actor de la serie “Ultraman”- . El pelo crespo y las facciones de peleador le daban más bien un sospechoso aspecto de reducidor de Tacora que hacía que nuestras esperanzas de ver a un peruano coronarse campeón mundial fueran más escuetas todavía.
Cuando encendí el televisor a las 5:40 am, me di con la ingrata sorpresa que la pelea ya estaba en el tercer round. Unos segundos después, los rezagos de sueño no me impidieron reparar en que todos los asistentes en ringside tenían un sospechoso aspecto caribeño y lucían guayaberas que no se condecían con lo que uno podría esperar de un espectáculo deportivo en Japón. Peor aún, el boxeador que Ibañez tenía al frente no guardaba la más mínima semejanza con la única foto que habíamos visto de Watanabe. Caí entonces en la cuenta que debido a los eternos imponderables de la televisión peruana, las imágenes de la pelea no se estaban transmitiendo en vivo y en su lugar a Panamericana se le había ocurrido la infeliz idea de pasar un video de una pelea pasada de Ibañez con el audio en vivo de la transmisión radial desde Japón.
Minutos mas tarde, se perdió el enlace radial con Tsu. Y ya cuando rayaba el sol sobre los cerros del barrio de Surco, los aburridos comentaristas en el set de televisión informaban que Lucho Ibañez había caido noqueado en el octavo round por el zurdo japonés con pinta de malandrín. La novelera esperanza de ver a un peruano campeón mundial de boxeo había naufragado en el puerto de Tsu, Japón.
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